Pensar sin prisa: la nueva forma de libertad.

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Román Humberto González Cajero

Pensar despacio se ha vuelto un privilegio. En un mundo que nos presiona a acoplarnos a un sistema consumista que premia la inmediatez y la gratificación barata, la pausa y el pensamiento crítico se han convertido en un acto de rebeldía y de lealtad personal.

El siglo XXI no solo modificó nuestra naturaleza pensante: la aceleró hasta deformarla. Los medios digitales parecían otorgarnos nuevas formas de adquirir y compartir conocimiento; sin embargo, con el paso de los años, es evidente cuán dependiente se ha vuelto esta sociedad de la dopamina de fácil consumo, aquella que no requiere más esfuerzo que deslizar un dedo sobre la pantalla.

Creemos haber adquirido conocimiento, cuando en realidad nos alimentamos de sobras de información predigerida por otros seres humanos, convirtiendo el proceso cognitivo en un sistema de repetición y desinformación imparable.

Hoy ya no se piensa para entender, sino para satisfacer una necesidad personal o validar la aprobación social.

La modernidad digital nos ha enseñado que la lentitud es sinónimo de ineficiencia. Pero lo que realmente se pierde no es tiempo: es profundidad. Las ideas ya no se incuban, se lanzan. Los argumentos ya no se meditan, se reciclan. Los pensamientos se miden en “vistas”, no en valor. Hemos reemplazado la madurez intelectual por la inmediatez emocional, el análisis por el algoritmo.

Nos han vendido la idea de que lo viejo es obsoleto, cosa del pasado, algo que ya no resulta rentable para la humanidad. Pero, ¿acaso es obsoleto el razonamiento lógico? ¿Es innecesaria la capacidad intelectual del ser humano?

Hoy, con la normalizada convivencia que tenemos con la inteligencia artificial, hemos comenzado a ceder nuestra herramienta más poderosa: la mente humana. Aquella que cultivamos desde el nacimiento y que nos permite diferenciarnos de los demás. Lo que perdemos no es tiempo al hacer las cosas con calma: es profundidad.

Ya no se valora lo detallado ni lo perfeccionado, sino aquello que nos exige pensar menos y cuestionar lo mínimo posible, para no fatigarnos. Las redes sociales no premian la verdad, sino la velocidad con la que una mentira puede viralizarse.

El pensamiento lento —que requiere silencio, introspección y duda— no encaja en un entorno que vive de la interrupción constante.

Porque, después de todo, ¿cómo puede uno encontrarse en silencio frente a sí mismo, si al mirarse al espejo ya no reconoce un rostro definido, una personalidad ni pensamientos propios y profundos?

La mente contemporánea ha sido reprogramada para huir del silencio. Cuando el entorno calla, aparece el vacío, y preferimos llenarlo con ruido digital.

Hemos vivido sin rumbo, creyendo que la información equivale a conocimiento, pero olvidando que el verdadero conocimiento proviene de nosotros mismos, de cómo somos capaces de interpretarlo, interiorizarlo y adaptarlo.

El ruido y la desinformación se han vuelto las nuevas formas de control.

Desde la perspectiva de los derechos humanos, esto no es un fenómeno menor. No puede hablarse de libertad de pensamiento en una cultura que castiga la lentitud mental.

El derecho a informarse pierde sentido si la información no puede procesarse con calma, si se consume sin digerirse o si se reprime mediante el bombardeo constante de los medios.

Vivimos en una sociedad incapaz de analizar con profundidad una noticia o un acontecimiento, porque inmediatamente surge otro más “relevante” o llamativo.

El pensamiento lento no es nostalgia de otro tiempo: es una condición esencial de la libertad interior. Solo quien puede detenerse a pensar, puede decidir con autonomía.

La velocidad, en cambio, nos vuelve manipulables, predecibles y complacientes. El Estado lo sabe, las corporaciones digitales lo saben, y lo utilizan a su favor.

La reflexión profunda, el silencio y la pausa fueron alguna vez nuestras armas más poderosas, aquellas que nos permitían defender nuestros derechos, exigir dignidad y reconocer nuestra humanidad más allá de la razón calculada o el algoritmo dominante.

Porque en un mundo que produce más ruido que sentido, la lentitud puede ser la forma más pura de inteligencia.

 

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