Román Humberto González Cajero
Al final de cada año solemos hacer recapitulaciones. Buscamos cierres, éxitos, logros que nos permitan calmar esa ansiedad interna de no haber cumplido lo que prometimos al inicio del mismo. Esta es —y ha sido— una constante en México: promesas anuales vacías, deseos y falsos comienzos que intentan ocultar una realidad apesadumbrada y oscura. Un territorio marcado por un rezago cada vez más latente, respirándole en la nuca a jefes de gobierno, diputados, senadores y a todo jurista impostor que pretende vendernos una idea ficticia de progreso.
Las nuevas tecnologías no necesitaron anuncio. Simplemente llegaron. Nos tomaron por sorpresa, se adaptaron a nuestra realidad, nos leyeron y nos revelaron. Hoy nos conocen mejor, incluso, que nuestras propias familias. Tomaron el control no solo de la ciudadanía, sino también de quienes debieron anticiparlas. Y lo más grave es que muchos de ellos ni siquiera son capaces de reconocerlo.
La vigilancia algorítmica, la inteligencia artificial cada vez más sofisticada y realista, han abierto puertas para las cuales antes parecía no existir llave alguna. A ello se suma la violencia digital, capaz de alcanzarnos incluso en aquellos espacios que creíamos íntimos o privados. Todo parecía ficción. Algo lejano, propio de otros países, ajeno a México. Ahí estuvo el error. Los problemas no distinguen fronteras, gobiernos ni condiciones sociales.
Los conflictos sociales y jurídicos actuales yacen, en gran medida, en la falta de prevención y en la incapacidad de diseñar políticas públicas acordes a una realidad contemporánea, y no ancladas a generaciones pasadas. Porque no siempre lo viejo es confiable; nuestra propia historia da cuenta de ello.
El panorama para el próximo año ya no gira en torno a la pérdida del control gubernamental: ese escenario ya ocurrió. El verdadero riesgo es la pérdida de lo más valioso para cualquier gobierno: el pueblo.
¿Qué sucede cuando un gobierno pierde el respaldo social? ¿Qué ocurre con aquellos que creen tener el control, pero olvidan al enemigo aparentemente más insignificante? No es necesario mirar solo nuestro pasado para responder estas preguntas; basta observar el reflejo de otros Estados que atravesaron situaciones similares. La respuesta es siempre la misma: el poder nunca les perteneció del todo. Solo tuvieron una porción de él. Esa es la trampa del ególatra empoderado: cree dominarlo todo, cuando en realidad lo perdió hace tiempo, de manera tan sutil que le resulta imposible reconocerlo.
No basta con cambiar de gobierno. El problema se reduce, una y otra vez, a la ausencia de una planeación seria sobre el rumbo que se desea para México. No se trata de reacomodar a las mismas personas para perpetuar un proceso vertiginoso e interminable que mantiene al país estancado. Se trata de crear instituciones especializadas frente a amenazas digitales, de emplear la inteligencia artificial para detectar anomalías y prevenir daños. Porque si esta tecnología puede utilizarse para fines ilícitos, también puede —y debe— emplearse para fines sociales y preventivos. Mientras más avanza la tecnología, mayor es el rezago si no se actúa con responsabilidad.
¿Qué consecuencias puede traer una revolución digital eclipsante y cada vez más absorbente en nuestro país? La respuesta es clara: caos, catástrofe e inseguridad social. ¿A quién se recurre cuando no existe autoridad con la capacidad técnica o el conocimiento necesario para enfrentar el daño sufrido? El sistema se vuelve obsoleto, carente de herramientas para proteger, garantizar y promover el desarrollo social libre y adecuado de cada ciudadano. Sin un sistema sólido, permanecemos en la incertidumbre jurídica, preguntándonos constantemente: ¿qué nos espera?, ¿quién nos respalda?, ¿a quién recurrimos? Preguntas que, hoy por hoy, no encuentran respuesta. Controversias que ya nos alcanzaron y cuyo impacto ni siquiera supimos identificar a tiempo.
El pueblo mexicano merece certeza jurídica. No hablo de una política pública improvisada ni de propuestas diseñadas para tranquilizar momentáneamente. Hablo de una gestión seria, de la identificación real de los problemas actuales, de trabajo visible, análisis profundo, datos y estadísticas. Hoy, esa tarea parece postergarse hasta que el problema crezca lo suficiente para consumir no solo el territorio, sino a nuestras familias y a nosotros mismos.
Este cierre de año no debería centrarse en propósitos personales, sino en metas estructuradas y bien planeadas que busquen, al menos, detener el arrastre de México hacia ese pasado histórico de caos, incertidumbre, falta de control y pérdida de soberanía. Porque el futuro no llegó. Nos alcanzó. Y seguir ignorándolo solo profundizará el daño.


