La justicia como simulacro

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Román Humberto González Cajero

La justicia no siempre es negada, pero tampoco es debidamente otorgada.
Más bien, es representada, montada y dramatizada.
Se presenta ante nosotros como una persecución incansable, investigaciones interminables y la promesa de que, tarde o temprano, llegará la justicia para la situación que nos aqueja.

El proceso judicial parece cada vez más un formalismo, un espectáculo insuficientemente ensayado, en el que los principales personajes involucrados parecen más preocupados por no equivocarse, por cumplir con su papel, que por velar, proteger y encontrar las vías necesarias para otorgar la justicia que las víctimas llevan años esperando.

Los juzgados operan, los expedientes se extienden, las notificaciones llegan. Todo parece vivo dentro del proceso. Sin embargo, esa vitalidad es solo aparente: actuaciones que no conducen a nada o que, en el mejor de los casos, terminan reproduciendo lo mismo de siempre —la postergación indefinida de la justicia para quien ha sido dañado—.

El sistema de justicia actual se muestra cada vez más mecanizado, más repetitivo que adaptativo. Jueces, fiscales y abogados parecen actuar de manera automática, con una independencia cada vez más limitada al momento de ejercer el derecho. Porque el Derecho no consiste únicamente en seguir lo que dicta la ley; implica interpretar, analizar e incluso cuestionar el porqué de lo que está plasmado en el papel.

Cada ser humano concibe el derecho de manera distinta. Si bien existen puntos de convergencia, también hay discrepancias que no deben entenderse como fallas, sino como oportunidades: nuevas soluciones, mecanismos y capacitaciones que permitan avanzar hacia un Estado más eficiente, adaptable y humano en la impartición de justicia.
Pero ¿cómo se alcanza un verdadero Estado de conciencia social justa?
La respuesta es sencilla: fortaleciendo y empoderando la capacidad crítica e interpretativa de la sociedad. No solo en abogados, jueces o magistrados, sino desde la educación misma, formando una conciencia colectiva capaz de generar cambios reales y sostenidos.
Porque si algo ha permanecido inerte en México es la desvalorización del pueblo, del tejido social y de la calidad de vida a la que aspiramos. Esto constituye una violación directa a uno de los derechos humanos más esenciales: el libre desarrollo de la personalidad. Aquel que permite a cada individuo aprender, ejercer y crecer en igualdad de condiciones, dentro de un entorno que fomente el pensamiento crítico y la transformación social.

Nos hemos acostumbrado a replicar dogmas, a repetir estructuras y a aceptar verdades impuestas. Permanecemos dentro de una burbuja frágil que tememos atravesar, aun sabiendo que hacerlo es necesario.
Las posibilidades son infinitas cuando existe el valor de exigir justicia, de cuestionar y de elevar la voz desde la concepción personal del derecho. Porque, al final, el derecho existe para garantizar seguridad y justicia social, no para escenificarlas ni reducirlas a una escenografía mal construida.
Tal vez el verdadero problema no sea la ausencia de justicia, sino nuestra disposición a aceptar su simulación. A conformarnos con el acto en lugar del resultado; con la escena en lugar de la reparación. A no esforzarnos por pensar, reflexionar y criticar la realidad, olvidando que el cambio comienza por uno mismo, no por simple deseo, sino por acción consciente.

Porque una justicia que solo se representa puede sostener un sistema por un tiempo.
Pero tarde o temprano, el telón cae.
Y cuando eso ocurre, lo que queda no es orden, sino vacío.
La pregunta entonces no es si la justicia existe.
La pregunta es si estamos dispuestos a dejar de aplaudir la obra y empezar a exigir que, por fin, se haga realidad.

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