La economía de la atención: la esclavitud invisible del siglo XXI

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Román Humberto González Cajero

Te encadenaron, te educaron y te moldearon para un beneficio que ni tú ni yo somos capaces de comprender. No te prohibieron pensar ni criticar: te enseñaron que lo mejor para ti debía ser determinado por alguien “más apto”.

Primero fueron los reyes y los dictadores, luego los gobiernos autoritarios. Pero, ¿qué nos acontece ahora? El peligro más grande de nuestra historia yace ante nuestros ojos.

Corporaciones digitales, ocultas tras una capa engañosa —“estamos aquí para hacer tu vida más sencilla”, “estamos aquí para conectarte aún más”— protegen un interés mayor: no solo poseen nuestro cuerpo, sino aquello que lo dirige: nuestra mente y, con ella, nuestra atención.

Durante siglos fuimos sometidos mediante la fuerza, la tortura o la amenaza. Hoy, las armas cambiaron su apariencia hasta volverse un celular o cualquier dispositivo con acceso a internet. Los guardianes fueron sustituidos: ya no hacen falta. Cada uno lleva consigo a su propio vigilante, aquel que conoce nuestros pasos, horarios, preferencias, postura política e incluso datos personales. Todo para mercantilizar nuestra información y alimentar el sistema económico que sostiene a estas empresas.

La tecnología nos ha ofrecido libertad, seguridad, identidad y voz… pero esa es solo la fachada. Lo único que realmente les interesa es vender: que consumamos lo que nos muestran o lo que replican otros que, al igual que nosotros, son parte del mismo engranaje.

Los algoritmos que gobiernan la atención —y, por extensión, el comportamiento— no fueron elegidos, no rinden cuentas y carecen de límites éticos o jurídicos. Estas corporaciones ejercen un poder más grande que muchos Estados: determinan qué discurso vive y cuál se extingue, qué escándalo se vuelve viral y qué injusticia permanece invisible, qué conviene abordar y qué conviene sepultar.

El sistema penal y el constitucionalismo fueron diseñados para regular realidades físicas. ¿Qué sucede cuando el conflicto se traslada al mundo virtual? ¿Cómo se regula lo que no es visible? ¿Cómo evitar ser consumidos por una tecnología que avanza más rápido que el propio Estado?

Las preguntas abren un vacío inquietante: ¿cómo combatir a quienes usan nuestra propia biología en nuestra contra? La dopamina nos mantuvo vivos durante siglos, pero ¿qué ocurre ahora que las recompensas son basura digital que atrofia la percepción del mundo, altera el pensamiento y transforma a la especie?

La atención es el recurso más valioso del siglo XXI. Los partidos políticos lo saben. Se puede comprar influencia electoral, manipular indignación social, sembrar ansiedad, moldear el consumo, quebrar una propuesta o fabricar ideologías con solo tocar unos botones. Ningún régimen autoritario logró lo que hoy logran plataformas privadas en silencio: orientar la percepción colectiva sin que la colectividad note la intervención.

El ciudadano contemporáneo no es vigilado: vive en su propia jaula, edificada a su medida. Nadie la conoce mejor que él mismo; eso es lo verdaderamente aterrador.

Desde la óptica de los derechos humanos, el problema no es técnico: es ontológico. La economía de la atención despoja primero la soberanía interior —la facultad de decidir qué pensamos, qué creemos, qué deseamos— y solo después extrae todo lo demás. ¿Puede hablarse de libertad de expresión si lo expresado fue inducido? ¿Qué valor tiene el consentimiento si la voluntad ya fue programada? ¿Cómo garantizar el desarrollo de generaciones futuras sin que la tecnología moldee su identidad desde antes de que puedan defenderse?

Decimos “nos distraemos porque queremos”. Es una mentira cómoda. Cambiamos las drogas químicas por la droga digital: aquella que nos calma, que nos anestesia, que nos permite huir de nuestra realidad… pero que no recordamos ni cinco minutos después de consumirla. Esa es la alarma.

No se trata de demonizar la tecnología, sino de recordar que su propósito original era mejorar la vida, no esclavizarla. Competimos minuto a minuto por dosis de dopamina bajo la ilusión de que un “swipe” más, una compra más o un dispositivo nuevo nos hará felices. Porque toda servidumbre que se vive como placer, se perpetúa sola.

No es cierto que ya perdimos la libertad.

Lo que perdimos fue algo más peligroso: la consciencia de haberla entregado.

 

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