Jesús Alberto López González
Doctor en Gobierno (London School of Economics and Political Science), maestro en Políticas del Desarrollo en América Latina y licenciado en Relaciones Internacionales (UNAM).
Profesor investigador en El Colegio de Veracruz, y director general (2010-2012). Miembro del SNI (2010-2015) y fundador de la Red de Investigación CONAHCYT sobre Calidad de la Democracia. Becario del CHDS en EE. UU. Secretario de la Comisión de Relaciones Exteriores, América Latina y el Caribe en el Senado. Embajador de México en Trinidad y Tobago (2016-2018).
Ha sido profesor invitado en el CISEN, CESNAV, la Universidad de Londres, la UDLA Puebla, la Universidad Anáhuac y la Universidad Veracruzana.
La reciente escalada militar entre Israel e Irán ha encendido las alarmas de la comunidad internacional, no solo por el riesgo de un conflicto regional de mayor escala, sino por sus efectos inmediatos en los mercados energéticos de Europa y Asia. Israel justifica sus ataques como una medida necesaria para “desmantelar” el programa nuclear iraní, al que considera una amenaza existencial para su seguridad nacional. Si bien existen elementos objetivos que respaldan esa preocupación, como los reiterados esfuerzos de Irán por enriquecer uranio, optar por una vía militar en una de las regiones más volátiles del planeta no solo eleva el riesgo de una conflagración regional, sino que también mina los esfuerzos diplomáticos por estabilizar Medio Oriente.
Para México, esta crisis representa un nuevo factor de inestabilidad con implicaciones directas en el ámbito económico y energético. Aunque la economía mexicana no depende exclusivamente del petróleo, la salud financiera de Pemex y el costo de los combustibles son determinantes clave para la estabilidad macroeconómica. Hoy, México produce alrededor de 1.4 millones de barriles de crudo diarios, una cifra significativa pero insuficiente para satisfacer la demanda interna de combustibles refinados. El país continúa importando cerca del 60% de la gasolina y el diésel que consume, principalmente desde Estados Unidos. En este contexto, el reciente aumento superior al 10% en los precios internacionales del crudo, impulsado por la tensión en Medio Oriente, se traduce en un impacto inmediato: mayor presión inflacionaria y un encarecimiento del consumo energético en un momento especialmente sensible para la economía nacional.
A ello se suma el riesgo de interrupciones en rutas estratégicas como el Estrecho de Ormuz, por donde transita cerca del 20% del comercio mundial de crudo. Cualquier alteración sustancial en ese corredor incrementaría la volatilidad del mercado energético, golpeando con mayor fuerza a países que dependen de la importación de combustibles refinados, como México.
También hay implicaciones en el ámbito de la inversión. La creciente percepción de riesgo geopolítico podría enfriar el interés de capitales extranjeros, particularmente en sectores estratégicos como las energías renovables y las tecnologías limpias. Y en el terreno diplomático, el desafío es igualmente significativo. México debe mantener su tradicional postura de neutralidad y alzar la voz ante cualquier abuso en los foros multilaterales, pero sin poner en entredicho la relación con su principal socio comercial.
Esta crisis, en definitiva, subraya la urgencia de reforzar la estrategia energética nacional. México necesita acelerar su inversión en infraestructura de refinación y construir una economía menos expuesta a los vaivenes del contexto internacional. Iniciativas como el Plan México de la presidenta Claudia Sheinbaum, así como las políticas promovidas por la entonces secretaria de Energía, Rocío Nahle, apuntan en esa dirección: fortalecer la soberanía energética, diversificar fuentes de suministro y avanzar hacia una economía más resiliente.
En un mundo convulso y cada vez más interdependiente, garantizar el abasto energético es más que una política pública: es una condición necesaria para la estabilidad nacional. Crisis como la que se vive hoy en Medio Oriente nos recuerdan que la seguridad energética no puede seguir siendo una aspiración, sino una prioridad estratégica de Estado.