El jurista cansado

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Román Humberto González Cajero

A lo largo de mi vida como estudiante de Derecho, nunca noté su presencia con claridad. Él estaba ahí, sentado, observando, analizando. No era tomado en cuenta; sin embargo, todos sabíamos que existía. Los maestros eran conscientes de él: lo miraban, le hablaban, esperando una respuesta.

Y este es, quizá, el peor enemigo de la modernidad jurídica. El principal rezago en la formación de los nuevos abogados: el cansancio del Derecho.

Los juristas están hartos. Agotados de la misma historia edificada con minuciosidad. Y no se trata únicamente de expedientes interminables, juicios abiertos, litigios sin fin o reformas que nunca llegan a materializarse.

Va más allá de la carga laboral o del desgaste académico. Es un rezago histórico, contraído hace años en México, un país que parece incapaz de aprender de su propia experiencia.

La historia debería servir como antecedente: como base para comprender lo ocurrido y, a partir de ello, ejecutar nuevas ideas. Nos enseñan los principios rectores del Derecho, aquello en lo que nuestros antepasados confiaron —no con la misma esencia, pero sí con el mismo fin—, supuestamente adaptado a nuestros tiempos.

Desde el primer semestre se nos enseña que el Derecho puede ser justicia, orden y racionalidad. Que la ley existe para proteger, garantizar y equilibrar la convivencia entre los mexicanos. Se nos convence de que el sistema, con todos sus defectos, está diseñado y gestionado para el bien común.

Pero los estudiantes no entramos solo con ilusión; entramos también con temor. Desconocemos el Derecho en su ejercicio real y lo comprendemos, al inicio, a partir de vivencias ajenas, opiniones heredadas y relatos compartidos. Relatos que, aunque pesimistas, suelen ser profundamente reales.

Sabemos que las leyes existen para proteger, pero también sabemos que rara vez se aplican con efectividad. Se nos enseña que existen órganos para investigar, denunciar y sancionar, pero la realidad se impone cuando las peticiones se postergan, los expedientes se archivan o las denuncias se desechan por incapacidad institucional.

El jurista cansado no es quien ignora la ley, sino quien la conoce con exceso. Quien observa cómo se priva de la libertad a la persona equivocada. Quien presencia cómo un asunto “avanza más rápido” mediante sobornos o favores. Quien ve a legisladores preocupados por añadir festividades al calendario, pero no por diseñar políticas públicas acordes a la realidad local, estatal o nacional.

Este cansancio no nace de la ignorancia, sino del contraste brutal entre lo que se enseña y lo que se vive. Entre el discurso de los derechos humanos y su negación cotidiana. Entre la teoría de la justicia y la administración real del poder.

El jurista se forma creyendo que la ley es un instrumento de transformación social, pero el ejercicio profesional le demuestra, una y otra vez, que también puede ser un mecanismo de exclusión, simulación y control.

Existe una fatiga moral constante: sostener los ideales de un Derecho justo o ceder ante una realidad oscura, manchada y cada vez más evidente. Defender estructuras que prometen transparencia, eficacia y prevención, pero que en la práctica revelan decadencia, improvisación y favoritismos. Argumentar normas creadas, pero no ejercidas. Repetir fórmulas jurídicas para resolver conflictos sin una valoración humana, integral y auténtica de los casos.

Este desgaste no siempre se manifiesta como inconformidad abierta. A veces adopta una forma más peligrosa: el silencio.

Muchos juristas han dejado de cuestionar, no por conformismo, sino por algo más grave: la falta de progresividad real del Derecho. Cansa luchar una batalla interminable, cada vez con menos herramientas, frente a quienes degradan y utilizan al sistema para su beneficio.

Pero permíteme decir algo: un solo jurista que cuestione, critique y ejerza su criterio con responsabilidad social ya genera un cambio. Y esa es, precisamente, la resistencia más incómoda para quienes se aprovechan del deterioro jurídico.

Sé que es cansado. Sé que el camino parece nublado, resquebrajado y hostil. Pero quiero invitarte a que hagas valer tu voz. A que levantes tu opinión y empoderes tu conocimiento. Porque aquello que temes decir puede inspirar a otro a levantarse también.

Y así, poco a poco, reformar el Derecho desde dentro. Generar cambios reales. Acercarnos, aunque sea un peldaño más, a ese Derecho justo, ordenado y equilibrado que alguna vez nos prometieron, para que deje de ser una ilusión y comience —por fin— a ser una realidad.

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