Hugo López Rosas
Biólogo con doctorado en Ecología y Manejo de Recursos Naturales. Se desempeña como Profesor Investigador en El Colegio de Veracruz y forma parte del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores (nivel 1) desde 2009.
El gobierno mexicano presume un papel protagónico en las finanzas sostenibles de América Latina. Las cifras respaldan el discurso: más de 38 mil millones de dólares en bonos verdes, una Taxonomía Sostenible que incorpora la igualdad de género y una estrategia que promete movilizar 15 billones de pesos para el desarrollo sostenible. México incluso fue el primer país en vincular bonos soberanos con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU. En los documentos oficiales, el país aparece como un referente regional.
Sin embargo, la situación ambiental va en sentido contrario. Entre 2015 y 2021, las emisiones de gases de efecto invernadero aumentaron 12%, hasta alcanzar 784 millones de toneladas de CO₂. La proporción de energía limpia bajó de 31.2% en 2022 a 24.3% en 2023, lejos de la meta legal del 35%. Climate Action Tracker califica los compromisos climáticos de México como críticamente insuficientes. Al mismo tiempo que se habla de liderazgo verde, PEMEX recibe más de dos billones de pesos al año y se destinan miles de millones de dólares a nuevas refinerías.
Esta contradicción no es casual. Refleja lo que diversos estudios describen como greenwashing sistémico: la creación de marcos institucionales que proyectan una imagen de sostenibilidad, pero sin modificar de fondo el modelo de desarrollo.
El problema comienza con el carácter voluntario de estos instrumentos. La Taxonomía Sostenible Mexicana, publicada en marzo de 2023, no obliga legalmente a bancos ni a empresas. A diferencia del esquema europeo, que impone reglas claras de divulgación y sanciones, en México la adopción de criterios sostenibles queda a decisión de cada actor. Sin consecuencias por no cumplir, los incentivos para cambiar son mínimos.
Los datos confirman esta inercia. Un análisis de las emisiones de bonos verdes antes y después de la taxonomía muestra que solo 21% de las nuevas emisiones la mencionan explícitamente. La gran mayoría sigue utilizando los principios internacionales tradicionales. El mercado no ajustó su comportamiento: los montos, los mecanismos de verificación y la concentración sectorial prácticamente no variaron.
También preocupa el uso de los recursos. Buena parte de los bonos soberanos sostenibles financian gasto social corriente, como becas o subsidios agrícolas. Aunque estos programas son importantes, no implican inversión nueva ni transforman el sistema energético. Son gastos que ya estaban previstos y que ahora se presentan como sostenibles. Además, la legislación mexicana señala que el endeudamiento debe destinarse a inversión pública, no a gasto operativo, lo que abre dudas sobre la legalidad de estas emisiones.
La falta de mecanismos de seguimiento profundiza el problema. Los bancos no informan de manera pública las emisiones indirectas asociadas a sus créditos, un estándar reconocido a nivel internacional. Tampoco existe un registro accesible donde se detalle cómo se usaron los recursos verdes ni qué impactos ambientales tuvieron, con verificación independiente obligatoria. Basta con que un emisor se autodenomine “verde”. Los informes oficiales se concentran en el dinero asignado, no en resultados concretos como emisiones evitadas o capacidad renovable instalada.
Esta opacidad tiene efectos claros. La investigación académica muestra que las empresas que emiten bonos verdes suelen obtener mejores evaluaciones de responsabilidad corporativa, pero también presentan mayores niveles de emisiones. En la práctica, estos instrumentos funcionan más como herramientas de imagen que como palancas de cambio climático. A escala nacional ocurre algo similar: México destaca en la emisión de bonos sostenibles mientras amplía su infraestructura fósil.
La comparación internacional deja en evidencia las limitaciones del enfoque mexicano. Brasil incorporó los riesgos climáticos en la supervisión bancaria mediante normas obligatorias y fijó un calendario para hacer vinculante su taxonomía en 2026. Chile ató sus bonos soberanos a metas específicas y medibles, con reportes anuales auditados. Colombia invirtió en capacitación y pruebas piloto antes de ampliar su sistema. La Unión Europea convirtió su taxonomía en una regulación con auditorías y sanciones.
México optó por un esquema regulatorio débil. Esta elección responde a presiones políticas y económicas: resistencia del sector privado, competencia por atraer inversión y riesgos de captura regulatoria. El Comité de Finanzas Sostenibles incluye representantes empresariales sin un equilibrio claro con la sociedad civil o instancias ambientales independientes. El resultado es previsible: reglas flexibles que reducen costos de cumplimiento, pero también su impacto real.
La teoría económica ayuda a entender por qué los instrumentos voluntarios fallan en contextos de urgencia climática. El beneficio de aparentar compromiso suele ser mayor que el costo de no transformar prácticas. Los bancos mejoran su reputación y atraen inversionistas interesados en criterios ambientales, sociales y de gobernanza, mientras el efecto climático es marginal. La evidencia internacional muestra que los compromisos voluntarios hacia emisiones netas cero no generan resultados medibles. Sin regulación obligatoria, la transformación no ocurre.
Superar esta contradicción exige decisiones políticas difíciles. Entre ellas: fijar plazos claros para hacer obligatorios la taxonomía y los reportes de sostenibilidad; crear sistemas públicos de monitoreo donde se reporten emisiones financiadas por sector; exigir certificación independiente para los bonos verdes; eliminar subsidios a combustibles fósiles y redirigir recursos a infraestructura limpia; e incorporar los riesgos climáticos en la supervisión bancaria, con límites a la exposición en activos de alto riesgo.
México está ante una disyuntiva. Puede seguir construyendo marcos institucionales vistosos que aportan legitimidad política sin cambios de fondo, o puede transformar sus finanzas sostenibles en un sistema con responsabilidades reales y consecuencias claras. De esa elección depende su futuro climático.
Las finanzas sostenibles no garantizan por sí mismas un cambio progresivo. Sin reglas obligatorias, verificación independiente y coherencia con las políticas energéticas y productivas, terminan siendo un seguro institucional para aparentar compromiso. Las herramientas de contabilidad ambiental pueden revelar lo que las finanzas tradicionales esconden, pero solo si se aplican con rigor y consecuencias. De lo contrario, México seguirá encabezando el espejismo verde mientras sus emisiones continúan aumentando.


