Hugo López Rosas
Biólogo con doctorado en Ecología y Manejo de Recursos Naturales. Se desempeña como Profesor Investigador en El Colegio de Veracruz y forma parte del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores (nivel 1) desde 2009.
La respuesta a esta pregunta revela una paradoja inquietante: no somos lo suficientemente poderosos para destruir el planeta, pero sí lo bastante destructivos para eliminar las condiciones que sostienen la civilización humana. La evidencia científica actual desarma tanto el arrogante antropocentrismo como el optimismo tecnológico ingenuo.
El arsenal nuclear mundial contiene entre 1,000 y 3,000 megatones de TNT equivalente. Esta cifra parece colosal hasta compararla con eventos que la Tierra ha experimentado en su “cotidianidad”. El asteroide que eliminó a los dinosaurios liberó entre 100 mil millones y 13.8 billones de megatones, superando nuestro arsenal por un factor de 100,000 a 13.8 millones. Incluso eventos volcánicos “menores”, como la erupción del supervolcán Toba hace 74,000 años, liberaron 1 millón de megatones, mil veces nuestro arsenal actual. Para destruir físicamente la Tierra se necesitarían 2.24 × 10³² julios de energía; nuestras armas apenas suman 10¹⁹ julios, una diferencia de trece órdenes de magnitud.
Pero la amenaza no está en la energía bruta. Las armas nucleares pueden hundir infraestructuras esenciales y provocar un invierno nuclear que arrase con la agricultura global, condenando a la hambruna a miles de millones de personas. Su peligro radica en la capacidad de colapsar sistemas interdependientes.
La pérdida de biodiversidad confirma el mismo patrón. Desde 1970, las poblaciones de vertebrados monitoreadas han caído 73%. En lugar de las 9 especies de vertebrados que habrían desaparecido naturalmente, se han extinguido 390. Hoy vivimos como si explotáramos 1.7 planetas al mismo tiempo. Las tasas de extinción actuales superan de 100 a 1,000 veces las naturales. Un millón de especies están amenazadas, y más de 47,000 ya aparecen en la lista roja de la UICN. Los anfibios son los más vulnerables: 41% en riesgo. Los ecosistemas de agua dulce se han desplomado: 85% de las poblaciones de peces monitoreadas han desaparecido. Este ritmo no tiene paralelo en los últimos 65 millones de años. Lo que antes ocurría en miles o millones de años, hoy sucede en décadas.
El Stockholm Resilience Centre(https://www.stockholmresilience.org/research/planetary-boundaries.html) muestra que hemos superado seis de los nueve límites planetarios. El CO₂ ya llega a 419 ppm, por encima del límite seguro de 350 ppm. Los ciclos de nitrógeno y fósforo están multiplicados por tres y por dos, respectivamente. Perdemos 75 mil millones de toneladas de suelo fértil al año y agotamos acuíferos que tardaron miles de años en formarse. Incluso los minerales necesarios para la transición energética presentan riesgos estratégicos: China controla más de la mitad del mercado global de tierras raras.
Desde la perspectiva geológica, la vida ha demostrado una resiliencia extraordinaria: tras la extinción del Pérmico, que eliminó 96% de las especies marinas, la recuperación tomó entre 5 y 10 millones de años. La biosfera profunda alberga microorganismos que sobreviven sin luz y en condiciones extremas, resistentes a temperaturas, presiones y radiaciones mortales para cualquier organismo complejo. Sin embargo, estas recuperaciones ocurren en escalas de millones de años, no en las que cuentan para los humanos. Los mamíferos tardaron 30 millones de años en recuperar su diversidad tras una extinción masiva.
El punto es claro: no estamos acabando con la Tierra ni con la vida, pero sí destruyendo las condiciones únicas que permitieron la civilización en el Holoceno. Nuestro poder destructivo es suficiente para colapsar sistemas complejos, pero no para reiniciar el planeta. El resultado probable no es un mundo muerto, sino un mundo más pobre, más simple, menos estable. Un planeta que tal vez sostenga formas de vida y civilizaciones más limitadas, pero incapaz de mantener a 8 mil millones de personas con el nivel de vida actual. La verdadera tragedia no es el fin del mundo, sino la degradación de un planeta extraordinario en una versión mediocre de lo que alguna vez fue.