Pronósticos precisos, respuestas débiles: ¿por qué los aciertos meteorológicos no bastan sin una respuesta civil eficaz?

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Hugo López Rosas

Biólogo con doctorado en Ecología y Manejo de Recursos Naturales. Se desempeña como Profesor Investigador en El Colegio de Veracruz y forma parte del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores (nivel 1) desde 2009.

Los modelos meteorológicos suelen funcionar con gran precisión: el pronóstico del día siguiente acierta en más del 90% de los casos. El problema surge en ese pequeño margen de error, especialmente cuando los fallos ocurren ante fenómenos extremos. Entonces, las consecuencias se multiplican.

Durante el huracán Otis en 2023, los primeros pronósticos preveían vientos de 75 km/h. Sin embargo, la tormenta llegó a tierra con ráfagas de 267 km/h. Recientemente, en los primeros días de octubre, los meteorólogos pronosticaron correctamente lluvias intensas días antes, pero las comunidades ribereñas recibieron solo horas de advertencia efectiva. En conjunto, ambos episodios dejaron, al menos, 116 víctimas. La pregunta técnica parece simple: ¿por qué fallaron los sistemas? La respuesta muestra algo más profundo: el cambio climático está alterando los fundamentos sobre los que se construyen las predicciones.

No se trata de errores humanos. Los meteorólogos saben que sus modelos se basan en patrones históricos bajo la suposición de que el clima mantiene cierta estabilidad, una condición conocida como “estacionariedad”. Esa premisa fue válida durante mucho tiempo, pero hoy está quedando obsoleta. Desde 1990, la frecuencia de huracanes que se intensifican rápidamente se ha duplicado. Las temperaturas del océano en zonas críticas baten récords, y la atmósfera contiene alrededor de 7% más humedad por cada grado adicional de calentamiento.

Otis pasó de tormenta tropical a categoría 5 en solo 21 horas, el salto más veloz jamás registrado en el Pacífico Oriental. El Centro Nacional de Huracanes reconoció errores tres veces mayores a su promedio histórico. Cuando emitieron la alerta revisada, la ciudad de Acapulco tenía solo ocho horas para prepararse.

En Veracruz, el pronóstico sí identificó el riesgo: 540 milímetros de lluvia en cuatro días. Pero la información no se tradujo en acciones concretas. Comunidades como Poza Rica amanecieron bajo el agua. Un estudio de 2020[1] indica que más de la mitad de los desastres del país ocurren en este estado, lo que revela que las causas exceden lo meteorológico.

El cambio global no afecta solo al clima, también transforma los territorios. En Veracruz, la deforestación de las cuencas altas ha modificado la dinámica del agua. Los bosques, que antes absorbían la lluvia y regulaban su flujo, han sido sustituidos por pastizales o suelos desnudos que provocan escorrentías más rápidas, cargadas de sedimentos. Así, el mismo volumen de lluvia genera ahora inundaciones más violentas y destructivas.

Los modelos de riesgo, sin embargo, siguen calculando peligros con datos del pasado, cuando los bosques aún existían. Un evento considerado de “50 años de recurrencia” en 1980 puede repetirse hoy cada 20 años. Los pronósticos atmosféricos pueden ser correctos, pero las evaluaciones hidrológicas se han quedado atrás.

A esto se suma un dilema operativo: los sistemas tienden a esperar confirmaciones antes de emitir alertas drásticas, para evitar falsas alarmas. Sin embargo, el costo de advertir de más es mínimo comparado con el de advertir de menos. Japón redujo en 97% la mortalidad por desastres priorizando la precaución. Los Países Bajos diseñan sus defensas contra inundaciones para eventos que ocurren una vez cada 10,000 años. China evacuó preventivamente a un millón de personas en 2020 y evitó muertes.

Las soluciones deben ser precisas: ampliar la observación oceanográfica, automatizar evacuaciones cuando las lluvias superen ciertos umbrales y comunicar impactos esperados en lugar de tecnicismos. Pero ninguna tecnología sustituye la recuperación de los ecosistemas. Restaurar los bosques de cuenca alta no es un gesto ambientalista, sino una inversión en infraestructura natural. Cada hectárea reforestada ayuda a infiltrar agua, reducir escorrentías, estabilizar suelos y disminuir inundaciones.

Todavía nos queda mes y medio de temporada de huracanes (finaliza en noviembre de 2025). La próxima temporada de huracanes comienza en siete meses. Afrontarla con éxito exige combinar pronósticos más realistas con restauración territorial sostenida. Los árboles que se planten hoy en las partes altas determinarán cuánta agua y con qué fuerza llegará a las comunidades bajas en los años por venir. Reforestar no es una opción estética: es reconstruir la defensa natural ante un clima que se vuelve cada vez más extremo.

[1] Zúñiga, E., Magaña, V., & Piña, V. (2020). Effect of urban development in risk of floods in Veracruz, Mexico. Geosciences, 10(10), 402. https://doi.org/10.3390/geosciences10100402

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