Gonzalo Ortega Pineda

Licenciado en Administración de Empresas por la Universidad Veracruzana (UV), Maestro en Ciencias Administrativas por el Instituto de Investigaciones y Estudios Superiores de las Ciencias Administrativas, perteneciente a la Universidad Veracruzana (UV), Doctor en Ecología Tropical por el Centro de Investigaciones Tropicales, de la Universidad Veracruzana (UV), se desempeñó como Director General de Vinculación Social de la Secretaría de Medio Ambiente del Estado de Veracruz. Realizo una estancia posdoctoral en el Colegio de Veracruz (COLVER) donde actualmente es Profesor Investigador de la academia en Desarrollo Regional Sustentable, pertenece a la red latinoamericana de proyectos de divulgación.

Hoy quiero invitarte a reflexionar sobre una palabra que escuchamos por todas partes, me refiero al progreso. Solemos pensar que progresar es avanzar o mejorar, pero ¿realmente sabemos de qué hablamos cuando usamos este término? Según el diccionario, progreso es ir hacia adelante, perfeccionar o mejorar algo, pero esta definición, aunque útil, se queda corta para explicar todo lo que implica. Jesús Aguirre, en un artículo publicado en 2015 en la Revista de Ciencias mexicana, sugiere que el progreso también debería medirse en términos de desarrollo moral y espiritual. Sin embargo, incluso así, la idea sigue siendo ambigua.

En la época moderna, solemos asociar el progreso con mejoras materiales, pasar de una vida considerada “primitiva” a una “civilizada”, donde la tecnología y la ciencia se convierten casi en sinónimos de bienestar. Es cierto que los avances científicos han mejorado nuestras condiciones de vida; hoy controlamos enfermedades que antes eran mortales y disfrutamos de comodidades impensables hace décadas. Sin embargo, también hemos llenado el mundo de productos y mercancías que, muchas veces, no necesitamos.

Esta visión consumista nos ha hecho creer que tener más cosas como el celular más nuevo, el auto más caro o la ropa de marca, es señal de progreso. Bajo esta lógica, el bienestar social parece medirse por el acceso a objetos de moda, más que por la calidad de vida, la salud o la educación.

No podemos ignorar que este modelo de “progreso” es impulsado por industrias de los países del norte global, donde lo urbano y moderno se asocia automáticamente con el éxito. Pero en esa imagen quedan fuera los cinturones de pobreza en las ciudades y las comunidades rurales, donde el acceso a estas mercancías es limitado o inexistente. Estas personas, según la visión dominante, quedarían excluidas del “progreso” simplemente porque no pueden consumir lo mismo que los demás.

Hoy, el progreso parece ser más una cuestión de mercado que de bienestar real. Actualmente no se mide por la calidad de los servicios de salud, la alimentación, los lazos comunitarios o el desarrollo personal. El mensaje parece claro, si quieres progresar, compra más cosas y busca ganar más dinero, sin importar los medios.

No me malinterpretes, el dinero no es malo, y todos aspiramos a una vida cómoda. Pero debemos cuestionar nuestras prioridades. ¿De qué sirve tener un teléfono de lujo si no podemos acceder a una buena atención médica, una alimentación completa o un entorno que favorezca el desarrollo personal y familiar? El progreso debería empezar por cubrir esas necesidades básicas.

Me pregunto, ¿qué pasaría si consumiéramos solo lo necesario y empezáramos a medir el progreso en términos de salud, seguridad, oportunidades de estudio y bienestar real, en lugar de la cantidad de objetos que acumulamos? Tal vez, así lograríamos una sociedad más equitativa y un planeta menos presionado por el consumo excesivo. Es momento de cambiar la idea de progreso materialista por una visión más integral, donde el bienestar de todas las personas y el cuidado del entorno también sean parte de la ecuación. Te invito a que reflexiones y actuemos por un progreso más integral.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí