La apuesta por la soberanía alimentaria enfrenta el desafío de equilibrar producción agrícola y protección de ecosistemas costeros

 

 

Hugo López Rosas

Biólogo con doctorado en Ecología y Manejo de Recursos Naturales. Se desempeña como Profesor Investigador en El Colegio de Veracruz y forma parte del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores (nivel 1) desde 2009.

Plan Nacional de Desarrollo 2025-2030 plantea una propuesta clara para el campo mexicano: construir una “República rural justa y soberana” donde los pequeños y medianos productores ocupen un lugar central. No se trata solo de un lema político, sino de una necesidad para un país en el que más de 6.6 millones de personas dependen directamente de la agricultura y la pesca.

La apuesta del gobierno de Claudia Sheinbaum por la soberanía alimentaria busca revertir décadas de dependencia de importaciones. El plan pone énfasis en cultivos básicos como maíz, frijol, arroz y trigo, que ya producen en su mayoría pequeños y medianos agricultores. Reconocer y fortalecer esta base productiva no es una meta inalcanzable, sino una oportunidad de consolidar lo que ya existe.

En el caso de las comunidades costeras, el plan resalta la importancia de la acuacultura y la pesca. Incluir estas actividades dentro de la estrategia rural significa atender a miles de familias que dependen del mar. Asegurar seguridad social para pescadores y trabajadores acuícolas, históricamente excluidos, es un paso hacia la justicia laboral. Además, proyectos como la consolidación del puerto de Salina Cruz y la modernización de otros once puertos buscan impulsar el comercio y abrir empleos en regiones costeras.

El plan mantiene apoyos como los fertilizantes gratuitos y los precios de garantía. Sin embargo, su implementación exige cuidado. El uso indiscriminado de fertilizantes puede contaminar ríos, lagos y costas, dañando los mismos ecosistemas que se pretende proteger y afectando a comunidades pesqueras. El éxito de estos programas dependerá de acompañarlos con capacitación técnica y un uso responsable.

Un cambio relevante es la transformación de DICONSA en “Alimentación para el Bienestar”, con el objetivo de llegar a 22 millones de familias bajo un esquema de comercio justo. Esto podría reducir la dependencia de intermediarios y garantizar que los productores reciban un ingreso más justo, al mismo tiempo que abarata los alimentos para la población urbana.

La protección de ecosistemas marinos y costeros se presenta como un eje fundamental. El plan reconoce que conservar estos espacios no limita la pesca, sino que asegura su futuro. Aun así, será necesario coordinar estas acciones con las prácticas agrícolas tierra adentro, evitando que la contaminación por nutrientes llegue a los cuerpos de agua.

Otro punto clave es la decisión de prohibir el maíz genéticamente modificado. Esta medida protege la diversidad genética de los maíces nativos, un patrimonio cultural y biológico único en el mundo. Alcanzar la autosuficiencia en maíz blanco se convierte, así, en un acto de soberanía alimentaria y cultural.

El plan también busca modernizar el campo mediante la tecnificación de 200 mil hectáreas de riego en distritos prioritarios. En un contexto de cambio climático, mejorar el uso del agua será decisivo para la viabilidad de la agricultura mexicana. El objetivo no es solo producir más, sino hacerlo de manera sustentable.

Otro aspecto innovador es la ampliación de la seguridad social a jornaleros agrícolas y trabajadores pesqueros. Este sector, habitualmente marginado, podría beneficiarse de un proceso de formalización laboral que dignifique su trabajo y contribuya a fortalecer la cohesión social en las comunidades rurales.

México tiene ante sí la posibilidad de demostrar que el desarrollo rural sustentable es alcanzable. Para lograrlo, los apoyos deberán aplicarse con responsabilidad ambiental y visión de largo plazo. El campo y las costas no requieren asistencialismo, sino políticas que les permitan crecer con justicia, soberanía y sustentabilidad.

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