Las crisis económicas no solo se reflejan en los bolsillos: también golpean directamente el bienestar emocional de las personas. El desempleo, la incertidumbre financiera y la presión por cubrir necesidades básicas generan altos niveles de estrés, ansiedad y, en muchos casos, depresión. Cuando la economía se tambalea, también lo hace la estabilidad mental de millones.
En los hogares, una reducción de ingresos puede traer conflictos familiares, desmotivación y sensación de fracaso personal. En jóvenes, las oportunidades truncadas alimentan el desaliento y la migración. En adultos mayores, el miedo a perder lo logrado en años de trabajo incrementa la angustia. La salud mental se vuelve un componente esencial de cualquier estrategia económica: sin estabilidad emocional, no hay productividad sostenible.
Por eso, ante cualquier crisis económica, es fundamental reconocer que también estamos ante una crisis emocional colectiva. Las políticas públicas deben incluir medidas que acompañen a las personas no solo con apoyos financieros, sino también con redes de cuidado emocional, acceso a atención psicológica y campañas que promuevan la resiliencia social.
Porque cuidar la economía es también cuidar la mente. Y salir adelante requiere sanar ambos frentes.